sábado, 26 de febrero de 2011

Quinceañeros de ida y vuelta


Era como si a la secuencia espacio-temporal del universo le hubiera salido un agujerito rebelde. En aquel apartado banco del parque, el reloj no corría. Como dos gotas de aceite que se negaban a hundirse en el océano de la mediocridad cotidiana, aquella pareja estaba entregada a lo suyo, ajena a todo lo demás, flotando de gozo. Ella se dejaba hacer. Él sólo tenía ojos para ella. Bueno, y labios. Y manos. Sobre todo, labios y manos.

Con esas armas tan sencillas, y centrándose exclusivamente en la cara, el pelo y el cuello de ella (aparte de eso, su mano apenas había amagado con dos o tres excursiones descendentes hacia los inicios del canalillo), él había contribuido, alucinado, a que todo el cuerpo de ella empezara a retorcerse y a contorsionarse de puro placer. ¡Y eso que todavía quedaba lo mejor! Él no daba crédito a lo que estaba viviendo. Ella, menos todavía:

—¡Madre mía! ¡Si parece que tenemos 15 años! —acertó a exclamar espontáneamente, en un momento de respiro.

Él la miró a los ojos, sonriendo. Sus palabras también le salieron del alma:

—Claro que tenemos 15 años. Y unos cuantos más, es verdad, ¡pero los quince los tenemos! Nunca podremos comportarnos como personas de 50 hasta que no los hayamos cumplido, porque no hemos pasado por esa experiencia. Pero los quince podemos rescatarlos siempre que queramos.