domingo, 24 de enero de 2010
¿Des-amor?
- No te quiero, guapa. Ahora mismo no. Tengo que ser claro contigo, y conmigo mismo.
- Vaya… ¿Y a qué viene eso ahora?
- A que tú no me quieres. Tan sencillo como eso.
- Pero… no lo entiendo. ¿Y todo lo que me has dicho todo este tiempo?
- Todo lo que te he dicho es todo lo que te he dicho, por supuesto. Me parece que nunca te he dicho que te quisiera… Desde luego, querer querer es esencial para querer. Pero dos no se quieren si uno no quiere querer.
- Vaya trabalenguas, jeje.
- Sí, puede que sea un trabalenguas. Pero es lo que hay. Se intenta, se busca la correspondencia, y, si no se encuentra, se tira la toalla. Lo entiendes, ¿no?
- Mmm… Sí, creo que lo entiendo. ¿Pero a pesar de todo eso…?
- A pesar de todo eso. A pesar de todos los sueños, de las buenas intenciones, de los silencios preñados. A pesar de todo lo que vales y de lo que tú crees que no vales pero yo valoro. Y a pesar de que tengas la sonrisa cerrada más bonita, simpática y sugerente que jamás haya visto.
lunes, 18 de enero de 2010
Haiti-enes tu conciencia
Si el horror y la tragedia del terremoto de Haití no te dejan indiferente, ¡no te quedes cruzado de brazos!
Tal vez pienses que desde aquí no puedes hacer nada, pero hay múltiples ONG que trabajan sobre el terreno y a las que puedes realizar tu donativo.
Tanto aquí, como aquí, o aquí, o bien aquí…
Tu colaboración económica puede resultar muy útil. La aportación de la sociedad civil, de los ciudadanos de a pie, es tan valiosa o más que la de los organismos oficiales.
Y, sobre todo, ten en cuenta que no tienes por qué realizarla únicamente ahora. Cuando los flashes de las cámaras ya no apunten a Puerto Príncipe, cuando el mundo desarrollado empiece a olvidarse de la desdicha de los haitianos, tu colaboración para la reconstrucción a medio plazo de muchas vidas humanas seguirá siendo igual de necesaria o más.
No lo olvides: ¡tu ayuda puede salvar vidas!
jueves, 7 de enero de 2010
La carrera de la vida (y III)
Acaba la rampa, pero la cosa empeora. Sobrecarga del sóleo, que sólo suele sobrecargarse cuando hago barbaridades. La rodilla izquierda me duele de lo lindo. Ahí, junto a la cabeza del peroné. ¡Ay! El panorama se oscurece. Pero no puedo rendirme ahora. Sé que es un disparate, pero quiero llegar junto a mi liebre. No la conozco de nada, pero sería bonito. Sería simbólico. Sería curioso. Qué se le va a hacer, me gustan esas pequeñas tonterías. Me arrancan sonrisas, de ilusión o de nostalgia. Son la salsa de la vida. La vida en rosa y en negro. En alegrías y en penurias. Al igual que esta carrera. La carrera de la vida...
“¡Vamos, chica, que vas a menos!”, le suelta un fulano. “¡De eso nada!”, le contesto bien clarito. Y es la pura verdad. En todo el trayecto no la ha adelantado nadie. Qué sabrá él… Dentro de su modestia, Alba es una campeona. Ella no ceja, ni se detiene nunca. Ella sí ha entrenado. Yo no. Y ahora sufro para seguirla. Ya en la carretera, alcanzamos a otro muchacho. Miro al suelo. Se me ha desatado el cordón de una zapatilla. La izquierda, precisamente. Lo que faltaba… El cansancio también hace mella. Ya no respiro igual. El bajón es evidente. El chaval se me escapa. Eso es lo de menos. Mi musa se me escapa. Eso sí duele. Pero está en su derecho. Ella sí conserva fuerzas. Y tampoco le he dicho que me esperara…
Intento forzar un poco. Unos 200 metros más. Hasta que el realismo impera. Y me detengo. Me agacho. Anudo la lazada, un poco mareado. Mi cabeza es un tam-tam. Pero no abandono. Y me incorporo. A terminar. A mi ritmo. A mi trote cochinero de “matao” que ya no puede con su alma. Ni con su rodilla. Pero hay otros peor que yo. Nadie me adelanta. Y, prácticamente, nadie más me anima. Todos mis conocidos se han ido ya, excepto mi hermano pequeño y mi primo más flipao. Porque ellos ya corrieron otros años, y lo viven. Y vibrarán hasta el final, con el coche escoba que ya apeó a mi hermana en el primer paso por meta. Y con los cinco tigres cachondos que hacen las delicias del personal. Pero nadie pensaba que yo sería capaz de dar la segunda vuelta. Ni siquiera ellos. Ni siquiera yo.
Y así es como cruzo la línea de llegada, en la noche cerrada y gélida. Totalmente solo. Lejos de mi musa casual. Extenuado y medio cojo. Solo en medio de un montón de gente, como siempre me he sentido en este pueblo. Pero también muy satisfecho. Extrañamente ilusionado. Indescriptiblemente esperanzado. En lo que queda de noche, rodeado de alcohol y de conocidos desconocidos, casi no podré andar. Pero no me sentiré raro. Lo sé. Lo presiento. Comienza un nuevo año. Sigue la vida. Escribo un nuevo capítulo.
miércoles, 6 de enero de 2010
La carrera de la vida (II)
[Mi musa del asfalto] me saca unos 20 metros. Allá que me voy. Atrás, dos decenas mal contadas de “mataos”, cinco tigres bailones de fiesta… y mi hermana. Delante, la marabunta inalcanzable… y ella. Tras su estela, me siento cómodo. Su ritmo sostenido y su silueta femenina me guían. Me gusta cómo se mueve. Cómo avanza. Prudente pero ambiciosa. Sin bajar la guardia. Lentamente, vamos incluso rebasando a algunos. Pocos, es cierto. Pero por detrás no llega nadie. “Dais otra vuelta, ¿verdad?”, me pregunta una espectadora. “Sí, señora, luego hay otra”, confirmo. Lentamente, sin prisas, voy acercándome a mi estrella de oriente. Al llegar al tramo más llano, ya estoy a su altura. Giro la cabeza para mirarla. Es muy jovencita. Seguramente no tenga todavía el carné de conducir, y por eso corre... O tal vez sí.
“¡Vamos, Alba!”, la animan desde la derecha (¿sus padres?). “¡Vamos, guapa!”, la jalean otros chavales al enfilar la carretera. La dejo irse de nuevo unos metros, ligeramente cuesta abajo. Nos acercamos a la recta final de la calle peatonal. Allí donde el público más se agolpa. Por fin escucho mi nombre desde los márgenes de la calzada. Lo pronuncian familiares diversos. También gente que no acierto a distinguir. Quizás algunos de esos “amigos” de la infancia con los que, de vez en cuando, sigo soñando obsesivamente todavía hoy. “¡Vamos, que estás fuerte!”, me grita un primo. “¡Qué va, es que tengo una liebre cojonuda!”, le contesto sonriendo. ¿Me habrá oído ella? En este contexto, es todo un piropo, ¡puedo asegurarlo! ¿Lo habrá entendido así? Eso espero.
Baño de multitudes en la peatonal. La muchacha de la sudadera rosa y las mallas negras se despoja… del gorro de Papá Noel. Sin frenarse, se lo entrega a Vete-tú-a-saber-quién. Con su media melena al viento, incrementa el ritmo. Pisa la plaza. Y yo detrás. La extraña pareja pasa por meta eufórica. El gentío nos lleva en volandas.
Bueno, ¿y ahora qué? Otros tres kilómetros. Y otra vez la rampa inicial. Pero ahora pesa más. Se disfraza de pared. Y yo sólo pensaba correr una vuelta (si es que en algún momento pensé algo). Inercia. Impulso. Estímulo. Llámalo como quieras. El caso es que ahora la meta es la META. Y mi musa de la calzada sigue guiándome hacia ella. De pronto, sin embargo, parece flaquear. Casi no avanza, la pobre. Maldita pendiente interminable… Hago un esfuerzo y me pongo a su lado. “Vamos, que lo estás haciendo muy bien”, la animo. Me mira y me lo agradece con una bonita sonrisa. Al poco, pago el esfuerzo. Los gemelos van a estallarme. ¡Puta cuesta! Tengo que pararme para retomar impulso. Dos veces. Y todavía faltan unos dos kilómetros…
(CONTINUARÁ...)
martes, 5 de enero de 2010
La carrera de la vida (I)
Último día del año. Bullicio vespertino en la plaza. Ilusión infantil a raudales, que no es capaz de enfriar la temperatura glacial. Ahí van mis tres sobris, dispuestos a dar el callo. Y vaya si lo dan, gracias a los ánimos y al acompañamiento de sus dos tíos pequeños durante el recorrido. Él se deja la piel sobre el alquitrán y se lleva un merecido premio. Ellas, cabezonas de primera, son las “campeonas” oficiosas en su categoría de entre todas las niñas aficionadas, sin club. Es decir, de las que nunca corren… salvo hoy.
Yo tampoco corro desde hace siglos. Sólo cuando llego tarde. O, lo que es lo mismo, siempre. Pero esto es serio: son seis kilómetros, en dos vueltas. Un primer tramo bastante duro, ascendente; un final de circuito más amable. La que no es seria es mi hermana. Me saca nueve años, y no hace otro deporte que andar. Pero ahí la tienes, con su dorsal. Está como una cabra, pero es feliz. Nada la diferencia en la línea de salida de sus sobrinos, de los que será Reina Maga en unos días. Sólo la edad. Y los kilómetros que le esperan…
Empieza el reto. Arranca la entente fraternal, codo a codo. Llega la primera pendiente. Mi hermana se rezaga. Yo aflojo el ritmo, un par de metros por delante. Todo el mundo nos adelanta, con escasas excepciones. La selección natural, que diría Darwin. Antes de acabar la prolongada cuesta, miro hacia atrás. ¡Se ha parado! No me lo puedo creer... Decepción y descojono a partes iguales. Confirmado: los milagros no existen. Nuestras miradas firman un acuerdo en décimas de segundo. Ella seguirá hasta donde pueda. Pero yo no puedo pararme. Ahora no. Al menos, debo dar una vuelta. Y probarme. El conductor del coche escoba me tomará el relevo. Hará mi trabajo de escolta. Y mucho mejor que yo. Más profesional. Aún quedan caballeros en este pueblo…