[Mi musa del asfalto] me saca unos 20 metros. Allá que me voy. Atrás, dos decenas mal contadas de “mataos”, cinco tigres bailones de fiesta… y mi hermana. Delante, la marabunta inalcanzable… y ella. Tras su estela, me siento cómodo. Su ritmo sostenido y su silueta femenina me guían. Me gusta cómo se mueve. Cómo avanza. Prudente pero ambiciosa. Sin bajar la guardia. Lentamente, vamos incluso rebasando a algunos. Pocos, es cierto. Pero por detrás no llega nadie. “Dais otra vuelta, ¿verdad?”, me pregunta una espectadora. “Sí, señora, luego hay otra”, confirmo. Lentamente, sin prisas, voy acercándome a mi estrella de oriente. Al llegar al tramo más llano, ya estoy a su altura. Giro la cabeza para mirarla. Es muy jovencita. Seguramente no tenga todavía el carné de conducir, y por eso corre... O tal vez sí.
“¡Vamos, Alba!”, la animan desde la derecha (¿sus padres?). “¡Vamos, guapa!”, la jalean otros chavales al enfilar la carretera. La dejo irse de nuevo unos metros, ligeramente cuesta abajo. Nos acercamos a la recta final de la calle peatonal. Allí donde el público más se agolpa. Por fin escucho mi nombre desde los márgenes de la calzada. Lo pronuncian familiares diversos. También gente que no acierto a distinguir. Quizás algunos de esos “amigos” de la infancia con los que, de vez en cuando, sigo soñando obsesivamente todavía hoy. “¡Vamos, que estás fuerte!”, me grita un primo. “¡Qué va, es que tengo una liebre cojonuda!”, le contesto sonriendo. ¿Me habrá oído ella? En este contexto, es todo un piropo, ¡puedo asegurarlo! ¿Lo habrá entendido así? Eso espero.
Baño de multitudes en la peatonal. La muchacha de la sudadera rosa y las mallas negras se despoja… del gorro de Papá Noel. Sin frenarse, se lo entrega a Vete-tú-a-saber-quién. Con su media melena al viento, incrementa el ritmo. Pisa la plaza. Y yo detrás. La extraña pareja pasa por meta eufórica. El gentío nos lleva en volandas.
Bueno, ¿y ahora qué? Otros tres kilómetros. Y otra vez la rampa inicial. Pero ahora pesa más. Se disfraza de pared. Y yo sólo pensaba correr una vuelta (si es que en algún momento pensé algo). Inercia. Impulso. Estímulo. Llámalo como quieras. El caso es que ahora la meta es la META. Y mi musa de la calzada sigue guiándome hacia ella. De pronto, sin embargo, parece flaquear. Casi no avanza, la pobre. Maldita pendiente interminable… Hago un esfuerzo y me pongo a su lado. “Vamos, que lo estás haciendo muy bien”, la animo. Me mira y me lo agradece con una bonita sonrisa. Al poco, pago el esfuerzo. Los gemelos van a estallarme. ¡Puta cuesta! Tengo que pararme para retomar impulso. Dos veces. Y todavía faltan unos dos kilómetros…
(CONTINUARÁ...)
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